EL HILO INVISIBLE ENTRE EL CAMINO Y LA META
¿Qué fue primero el camino hacia Santiago o la tumba del Apóstol? ¿La peregrinación o el abrazo al Santo? ¿La Compostela o la oración ante los restos de Santiago? Esa es la cuestión, como diría William Shakespeare por boca del príncipe “Hamlet”.
Estas preguntas vienen a cuento de lo que una gran mayoría de las personas que peregrinan o que piensan en hacer algún día el camino que solo tienen en cuenta los caminos o rutas a seguir y no tanto el lugar al que se encaminan. Les preocupa más acercarse hasta la oficina de acogida al peregrino para conseguir la Compostela que cumplir con algunos de los ritos fundamentales que se producen en la catedral: participar en la eucaristía, dar el abrazo al Santo Apóstol y orar en la cripta ante la urna con sus restos.
Es indudable que la meta posee mayor importancia que el recorrido mismo, ya que sin un destino final, el camino no habría llegado a tomar forma alguna. El Camino de Santiago lo demuestra con una claridad absoluta. No fueron los campos de Castilla ni las montañas de León los que inventaron la senda: fue la tumba del Apóstol, allá en Compostela, la que llamó desde su rincón de piedra y silencio, convocando siglos de pasos. Antes de que los peregrinos desgastaran los guijarros, antes de que los pueblos nacieran a su vera, ya existía la idea de la llegada, la promesa del fin. Fue esa meta la que dibujó sobre la geografía una línea invisible que el tiempo y los hombres convirtieron en ruta, en cultura, en fe.
Cada piedra del camino, cada puente y cada ermita levantada para amparar al peregrino, debe su existencia a esa meta que justificaba el esfuerzo. El camino se hizo porque había algo que alcanzar, un lugar donde cesaría el cansancio y la búsqueda encontraría su reposo. Sin Santiago, sin la certeza de un final, el sendero se habría disuelto en los campos, sin nombre ni memoria.
Y así ocurre con todos los caminos del mundo: no hay senda que no nazca del deseo de llegar. El camino no es un fin, sino un medio; no se sostiene por sí mismo, sino por la tensión que lo une a su destino. Cuando el peregrino parte de Roncesvalles o de O Cebreiro, o desde Tordesillas, ya está respondiendo a una llamada lejana: la voz del Obradoiro, el rumor de la catedral que lo espera. Cada paso, cada jornada, está ordenada por esa meta silenciosa que, aunque aún no visible, va tejiendo el sentido del trayecto.
Por eso los caminos no son autárquicos: su razón de ser está fuera de ellos. Nacen de la esperanza, viven del propósito y mueren en la llegada. Y quizá sea esa su grandeza: recordarnos que el movimiento solo cobra sentido cuando hay un horizonte que lo guía, una meta que lo llama, un lugar donde, por fin, uno puede detenerse y comprender que todo lo andado fue necesario para llegar allí.
Así, toda senda es un diálogo
silencioso entre el punto de partida y el punto de llegada, entre el deseo y su
cumplimiento. La meta da forma al camino, y el camino otorga a la meta su significado.
Sin uno, el otro se disuelve en la nada.
















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