EL SILENCIO DE EUNATE
(MICRORRELATO JACOBEO)
No hay fecha exacta ni nombre fijo en los antiguos registros, pero los más ancianos del Camino todavía murmuran, con el respeto reservado a las leyendas verdaderas, la historia de aquel peregrino que jamás llegó a Santiago. Partió desde Somport, cruzando las montañas aragonesas, con la concha al cuello y la mirada clavada en un horizonte invisible. No lo movía una promesa, ni una penitencia impuesta por clérigos o jueces; lo impulsaba, como a tantos otros, una herida invisible que necesitaba cicatrizar en la peregrinación.
Dicen que
era joven, pero con la espalda encorvada por pensamientos que no correspondían
a su edad. Caminaba en silencio, escuchando con más atención el crujido de sus
pasos que las voces de otros peregrinos. Dormía bajo los puentes, hablaba poco,
compartía pan cuando lo tenía y ayunaba sin lamento cuando no. Algunos pensaron
que era mudo, otros lo tomaron por loco. Pero nadie que lo mirara con
detenimiento podía negar que en sus ojos había algo más antiguo que el propio
Camino: una llama, quizás; o una ausencia.
Pasaron
semanas. Atravesó puertos, cruzó puentes, rezó en ermitas, sufrió fiebres y
desvaríos, pero siguió adelante, aferrado a un impulso que no podía explicar.
Fue entonces, entre campos de trigo y amapolas, cuando apareció ante él Santa
María de Eunate.
La vio desde lejos, como un espejismo: solitaria, perfecta en su aislamiento, rodeada de un claustro que no protege nada, y sin embargo lo guarda todo. El templo no parecía haber sido construido, sino brotado de la tierra, como una flor sagrada. Los otros peregrinos con los que coincidía en la etapa siguieron adelante hacia Puente la Reina, pero él se detuvo. Algo lo llamó, un murmullo sin voz, un temblor interior que lo hizo arrodillarse antes incluso de llegar al umbral.
Recordó entonces lo que un anciano hospitalero en Jaca le había contado al oído, mientras compartían una sopa humeante: "En Eunate, si caminas tres veces en torno a la iglesia, rezando con sinceridad, el cielo puede hablarte. Pero no con palabras, sino con verdades que solo el alma entiende."
Y así lo
hizo. Con los brazos cruzados sobre el pecho, comenzó a andar. La primera
vuelta fue oración, sus labios apenas pronunciaban palabras conocidas. La
segunda fue meditación, como si el cuerpo entrara en una cadencia sagrada. La
tercera fue silencio. Un silencio tan denso que pudo oír su propia sangre
fluyendo como un arroyo entre las piedras.
Cuando completó el último giro, no cayó al suelo ni lloró. Solo se quedó de pie, con los ojos húmedos, comprendiendo de pronto que no debía continuar. Que aquel no era un alto en el camino, sino su fin. Allí estaba el sentido. No necesitaba más kilómetros, más pruebas, más penitencias. Su peregrinación no había sido para llegar a Santiago, sino para encontrarse con aquel lugar donde su alma por fin callara.
Cerca del
templo, entre los arbustos y el rumor de las hierbas altas, encontró una
pequeña cueva. Apenas una oquedad en la roca, pasada por alto por la mayoría.
Limpió su interior, encendió una vela, y dejó que la tierra lo acogiera como a
un hijo perdido. Convirtió la cueva en su morada, su capilla, su confesionario.
Aprendió los ciclos del viento, el vuelo de los pájaros, el paso de los astros.
Ya no hablaba con palabras, sino con gestos, y los peregrinos que pasaban por
Eunate empezaron a saber de él.
Algunos decían que curaba con la mirada. Otros aseguraban que solo con tocar su bastón, las dudas se desvanecían. Nunca aceptó ofrendas, ni pidió compañía. Su presencia era como la del templo: inexplicable, pero necesaria. Un día dejó de salir de la cueva. Nadie lo vio morir, pero en la roca apareció una cruz tallada con manos sencillas. Desde entonces, los que rodean Eunate por devoción, sienten a veces una paz que no pueden describir. Como si una voz callada, desde alguna parte, les susurrara que han llegado al lugar justo, en el momento preciso.
Hoy, entre
los arbustos que crecen al suroeste de la iglesia, hay quien aún busca la
entrada de aquella cueva. Algunos la encuentran. Otros no. Pero todos coinciden
en que hay algo en Eunate —un eco, una presencia, un amor sin nombre— que solo
puede entender quien, como aquel peregrino, está dispuesto a detener su marcha
no cuando el mundo lo mande, sino cuando el alma diga: aquí.
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