jueves, 25 de septiembre de 2025

 LOS CAMINOS A SANTIAGO 

¿ENTRE LA ESPIRITUALIDAD Y EL RIESGO DEL TURISMO VACÍO?

 

Durante siglos, el Camino de Santiago ha sido mucho más que una ruta: ha sido un viaje interior, una experiencia de transformación, una peregrinación que conecta al caminante con su fe, sus límites, sus preguntas más profundas. Desde cualquier punto de  España como del extranjero hasta Compostela, cada paso ha estado cargado de simbolismo, de silencio, de encuentro. Sin embargo, en los últimos años, algo esencial parece estar desdibujándose.



La creciente popularidad del Camino ha traído consigo una avalancha de visitantes que, lejos de buscar introspección o renovación espiritual, lo recorren como si fuera una ruta turística más. Mochilas ultraligeras, selfies en cada mojón, alojamientos que compiten por ofrecer el menú más barato y rápido. El Camino se ha convertido, para muchos, en una experiencia de consumo exprés, desprovista de pausa, de sentido, de alma.




Este fenómeno no es inocuo. Transformar la peregrinación en un producto turístico de bajo coste, sin intención alguna de reflexión personal, puede ser profundamente peligroso. No solo porque banaliza una tradición milenaria, sino porque despoja al Camino de su esencia: la posibilidad de encontrarse con uno mismo. El riesgo no es solo cultural o espiritual; es también humano. Cuando la peregrinación deja de ser experiencia y se convierte en espectáculo, el caminante deja de ser protagonista y se convierte en consumidor.



Los albergues, antes espacios de acogida fraterna, se ven ahora saturados por grupos que buscan únicamente una cama barata. Los pueblos que durante generaciones han ofrecido hospitalidad sincera, se ven invadidos por una lógica de negocio que desplaza el gesto gratuito. Incluso los símbolos del Camino —la concha, la flecha amarilla, el bordón— se convierten en meros decorados para la foto.




Pero el mayor peligro es que el Camino pierda su capacidad de transformación. Que ya no invite a la pausa, al silencio, al encuentro con el otro y con uno mismo. Que se convierta en una ruta más, entre tantas, sin profundidad ni misterio. Y eso sería una pérdida irreparable.

No se trata de excluir a nadie ni de exigir credenciales espirituales. El Camino siempre ha sido inclusivo, abierto, plural. Pero sí se trata de recordar que hay una diferencia entre caminar y peregrinar. Que el Camino de Santiago no es solo una línea en el mapa, sino una oportunidad para el alma. Y que si lo convertimos en un parque temático del andar, corremos el riesgo de vaciarlo de todo lo que lo hace único.



Recuperar el sentido del Camino no implica rechazar la modernidad, sino abrazar la profundidad. Implica educar en el valor del silencio, del esfuerzo, del encuentro. Implica recordar que, a veces, lo más valioso no está en llegar, sino en lo que ocurre mientras se camina.

Porque el Camino de Santiago no es solo un destino. Es, sobre todo, una travesía interior. Y eso no debería perderse jamás.

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