SORPRESAS QUE NOS APORTA EL CAMINO
El Camino de Santiago está lleno de sorpresas, de esas que no se anuncian en las guías ni en los planos, pero que dejan huella más profunda que muchos paisajes o monumentos. Una de ellas me aguardaba, sin previo aviso, al cruzar la puerta del albergue municipal de Tordesillas.
Allí, junto a la mesa de recepción, me
encontré con una escena inesperada: una peregrina de nombre Anne-Marie se
hallaba sentada con la concentración propia del artista, pincel en mano,
inclinada sobre el libro de visitas del albergue. Frente a ella, una pequeña
caja con acuarelas abiertas como un cofre de tesoros. Estaba dando los últimos
toques a una delicada vieira que había perfilado con esmero. Los trazos eran
finos, precisos, casi reverenciales, como si cada pincelada llevara en sí el
respeto y la emoción de la jornada recorrida.
No es común ver acuarelas en los libros de albergue. Pregunté, curioso, qué la había motivado a dejar esa pequeña obra como recuerdo, y me explicó que era su forma de agradecer la hospitalidad y de dejar un pedacito de su camino en cada parada. Su respuesta me pareció tan genuina como el dibujo mismo.
Pero el arte no viajaba solo. Su
compañero de camino, Jarig, resultó ser músico, y no cualquier músico, sino un
apasionado de las melodías tradicionales, un alma afinada a las notas antiguas
que también resuenan en mi propia memoria. Al intercambiar impresiones sobre
nuestras afinidades musicales, surgió de forma natural un intercambio de
materiales: grabaciones, partituras, recuerdos convertidos en sonidos.
Mientras las notas flotaban en el aire, como si el albergue se transformara en una sala de conciertos sin muros, Anne-Marie se sumó con una coreografía tan personal como expresiva, danzando con gracia en un rincón del comedor. Su cuerpo se movía al ritmo de las flautas, y por un momento, todos los ruidos del día —el cansancio de las mochilas, las ampollas, el sudor, los kilómetros— desaparecieron.
Allí, en ese humilde albergue de
Tordesillas, se conjuraron la música, la pintura y la danza, y se convirtieron
en un regalo inesperado, un momento de comunión que difícilmente olvidaré de
estos dos peregrinos franceses. Fue una lección silenciosa sobre lo que puede
ser el Camino: una vía de encuentro, de expresión, de humanidad compartida.
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