EL FUEGO EN LOS HUESOS
Era
como si el mismísimo infierno se despertara en los dedos, en los pies, en las
piernas. Ardor, calambres, descomposición. Los peregrinos caían al borde de los
caminos, retorciéndose, gritando al cielo, invocando a Santiago con voz
quebrada.
Pero la leyenda, tan vieja como las piedras del Camino, hablaba de un lugar donde el dolor cesaba, donde los cuerpos, aunque mutilados, encontraban redención. El Monasterio de San Antón, a las afueras de Castrojeriz, se alzaba como un refugio sagrado en medio del abandono de los campos.
Un
día llegó un joven peregrino, Ivar, nacido en tierras nórdicas, cuyo pie
izquierdo ya se ennegrecía como si el carbón se hubiera fundido con su carne.
Ivar había caminado semanas con el dolor subiendo como lava. Tenía miedo,
claro, pero en sus ojos ardía otra cosa: fe. Una fe que ni el dolor había podido
extinguir.
Los monjes lo recibieron en silencio. Lo tendieron en una piedra lisa, bajo los arcos del monasterio sin techumbre, donde las estrellas asistían al ritual. El prior, un hombre alto con manos finas y mirada profunda, le colocó un amuleto de Santiago en el pecho y le susurró:
—"Hoy
tu cuerpo perderá lo que ya no es tuyo. Pero tu alma... tu alma seguirá
caminando."
El grito de Ivar se perdió en la noche. El acero brilló como relámpago. Y el fuego, por fin, huyó.
Lo increíble fue que Ivar, como muchos otros, continuó su Camino. Con una pierna menos, con un bastón de fresno tallado por los monjes, con un andar distinto pero con un alma más liviana. En cada paso, sentía una brisa invisible que le empujaba. Algunos decían que era el Apóstol, otros hablaban de los santos antonianos, cuidadores de los enfermos y de los pobres de cuerpo.
Llegó
a Santiago meses después. Alzó su bordón en la plaza del Obradoiro con lágrimas
de gozo, rodeado de otros peregrinos marcados por el fuego. Ninguno se quejaba.
Ninguno lamentaba lo perdido.
Porque
habían descubierto, en aquel monasterio olvidado, que a veces el alma crece
donde el cuerpo termina.
Y que el verdadero milagro no era curar... sino continuar.
Allí,
decían, los monjes sabían hablar el idioma del fuego. No lo apagaban —porque
eso era imposible—, pero lo atrapaban en sus manos santas y lo exorcizaban a
golpe de acero. Las amputaciones eran rituales, casi místicos. Los monjes no
lloraban, no dudaban. Cortaban el mal como quien corta la rama enferma de un árbol.
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